
El abuelo fue una persona muy querida mientras vivía, con algunos amigos de los buenos y muchos conocidos que iban y venían pero que lo recordaban con cariño, porque, entre otras cosas buenas tenía una que sobresalía y a mi se me ha quedado grabada, tanto, que yo también puedo decir sin rubor que me he convertido en una defensora a ultranza: la de cumplir la palabra dada, que tu honor se encapsule en ella cuando haces una promesa y ser capaz casi de dejarte el alma en el intento por cumplirla. Yo soy, como también lo fue el abuelo, mosquetera de mi voz y mis palabras, las defiendo con vehemencia si es necesario, las sufro, pero sobre todo las cumplo; porque en cada cosa que digo está mi verdad, lo que soy y lo que siento,y si no eres capaz de reconocerte en lo que dices, si no eres capaz de comprometerte siquiera con algo que proclamas en alto para que los demás lo escuchen, entonces eres un miserable; peor aún, no eres nadie.
En apenas una semana habrá lecciones en mi muy querido y castigado país, caballero andante a la búsqueda de sueños, quijote sin buen señor al que servir. Y en los últimos días he escuchado a cientos entrevistas y debates, opiniones varias de los candidatos, propuestas y promesas de tan variado tipo que necesitaría meses en analizar..... qué asco me dan.
Sus palabras son vacías como la muerte, caen en saco roto y se pierden en los vericuetos que llevan a lo más alto, a la cumbre del poder; las palabras sagradas, el compromiso con aquellos que ponen su confianza en ti y te dan su voto no valen nada. Es mucho más importante el color adecuado en la camisa, el guiño en el ojo, los pactos oscuros cerrados a media voz en una sala a oscuras, la mentira, la bellaquería, la sonrisa dibujada en el rostro del que te espera a la vuelta de la esquina para clavarte un puñal en la espalda.
Esto es lo que vale la palabra, nada, letras desperdigadas en una acera tras el mítin de turno que son borradas bajo las huellas de los zapatos caros y los trajes de postín. Nuestra esencia, nuestro nombre, nuestra fama como justicieros del verso está hundida en el fango. Y lo que se enseña a nuestros niños en el colegio no creo que vaya a mejorarlo, todo lo contrario; incluso están indefensos ante el ultraje que supone no poder conocer con propiedad su lengua madre mientras miramos hacia otro lado.
¿Cómo podrán saber qué valor tiene una palabra que no conocen?.Si les arrancan la mitad de su alma, de su historia, de sus letras, antes de que tengan uso de razón; si les envenenan los afectos y emponzoñan su recuerdo colectivo, la herencia de generaciones que les han transmitido su verdad, ¿qué podrán contar en el futuro?, ¿de qué hablarán?, ¿qué podrán prometer a los hijos venideros, qué clase de honor defenderán?. Lo peor de todo es que no podrán tener identidad, no serán nadie.
A mi me gustan las palabras, las que salen del corazón, las de siempre, y sobre todo tener criterio para defenderlas y hacerlas cumplir.Como el abuelo, caballero de honor galopando a lo os del aire...
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