
Estoy medio incomunicada en mi nuevo curruncho, a escasos metros del paraíso por decirlo de algún modo. No tengo teléfono fijo ni internet, y la verdad es que me importa bastante poco; tengo el mar furioso rompiendo contra las rocas enfrente de cada ventana de mi casa, tengo pinos que bailan al compás del viento junto a la línea de costa, tengo un jardín de césped verde por el que se pasean a su gusto los caracoles, y mi piscina se depura dos veces al día esperando la temperatura propicia para darme un chapuzón.
Vale, también tengo una vecina cotilla de la que pretendo esconderme lo máximo posible, un espía de la CIA o algo por el estilo que se dedica a aparcar frente a mi terreno durante 20 minutos todas las mañanas porque le debe gustar mi look de pelo despeinado y ojeras hasta la barbilla que saco recién amanecida, una casa baja enfrente justo de la mía que hace que las vistas no sean del todo perfectas... pero eso es lo de menos.
Tengo una casa nueva. Y es mía ( bueno, debo compartirla con el banco los próximos 35 años). Y hoy hemos estrenado la barbacoa y comido en el jardín hamburguesas y surtido ibérico colesteroloso del todo... ¡¡ Dios, pero qué bueno estaba todo ¡¡
A lo mejor ahora si que empiezo a reconciliarme con el mundo.