
Nunca me han gustado las matemáticas, en el colegio directamente las odiaba. Tener que reducir miles de procesos naturales a cifras abstractas me resultaba inverosímil e inútil, y aún hoy, todo lo que tenga que ver con números en mi vida cotidiana se lo dejo a Maruxiño para que lo maneje. En la facultad, cuando pensé que ya me había olvidado de las dichosas fórmulas para siempre, tuve que dar una asignatura llamada Bioestadística, que me resultaba tan incomprensible como los dialectos del coreano, y cuando la aprobé en junio me dije a mi misma : Maruxiña, nunca máis.
La naturaleza se empeña en llevarnos la contraria a los que nos creemos demasiado listos; ahora resulta que la estadística es la única esperanza de vida de mi madre, un número estadístico raquítico pero real, y nos aferramos a él con todas nuestras fuerzas para probar lo que sea con tal que funcione. Nuestra alegría, nuestras esperanzas, los sueños de madurez de mi madre y toda su vida se han visto reducidos a un maldito número, demasiado bajo como para aliviarnos, lo suficientemente significativo como para, al menos, pasar por el trago de una amputación y la posterior quimioterapia agresiva.
La desdentada de la guadaña sigue sentada a las puertas de nuestra casa riendo ruidosamente. Le gustan los procesos largos y crueles, los que dejan a una persona reducida a la nada antes de llevársela del todo. Cuanto más sufrimiento personal, cuanto más dolor, mejor para el maldito espectro. La naturaleza, si no la deidad, es cruel muchas veces con nosotros, y se cobra un precio altísimo por habernos dejado vivir un rato. Con nosotros está siendo extraordinariamente implacable, no existe la piedad, no hay atenuantes que aligeren el tributo que nos quiere hacer pagar.
Dicen que la naturaleza es sabia, y normalmente estoy de acuerdo con esa afirmación, sobre todo cuando se refiere a los sustos que nos da y que somos incapaces de controlar, tan estupendos como nos creemos a la hora de destrozarla y usarla para nuestros fines egoistas. A estas horas, los cielos de media Europa están cerrados al tráfico aéreo porque una nube kilométrica de cenizas procedente de un volcán islandés en erupción, vaga a sus anchas por las campiñas, sin que podamos hacer nada para espantarla más que esperar con los brazos cruzados.
A mi me encanta. A un volcancito dormido en su glaciar al lado del Polo Norte se le ocurre cabrearse de repente y enviarnos unas cuantas fumatas, y medio mundo civilizado se paraliza y todos tiesos de miedo, no vaya a ir la cosa a peor.
De mi madre siempre han dicho quienes la conocen que tiene un temperamento volcánico, que es muy buena y muy simpática y muy cariñosa hasta que se cabrea y se le hincha la vena del cuello. Entonces entra directamente en erupción y pobre de ti si estás delante. Ahora es ese tipo de carácter el que le hace falta, ese cabreo volcánico que la despierte de su sueño glaciar y la empuje a decargar toneladas de ceniza ardiente, millones de células cancerosas abrasadas expulsadas de su cuerpo para no volver. Sufrir una mutilación para poder vivir. Presentar batalla.
Al fin y al cabo puede que sea cierto que todo en la naturaleza son números, que lo abstracto es la base de lo que vemos y de lo que somos. Nuestra vida reducida a simple estadística. Hasta que un volcán se empeña en demostrarnos que no tenemos ni puñetera idea, que no somos nadie, que lo impredecible existe.
Mamá, cabréate pero de verdad, fíjate en Islandia.
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