
Noche de lluvia y fresco, apta para repanchingarse en el sofá bajo el calor de la mantita. Gorrión y yo nos hemos pasado media tarde durmiendo; el pobre, que todavía no sabía lo que es un chaparrón, se despertó a las 6 de la mañana sobresaltado por el ruido del agua, y la noche acabó antes de lo que hubiésemos deseado.
Nos damos un homenaje; una copita de vino tinto y rulo de cabra al pimentón antes de ponernos en serio con la cena; hay que dar un poco de tiempo a la olla, el cocido de mañana se prepara antes de ir a dormir: los jugos del caldo, la ternera, la costilla, el tocino, el repollo y las patatas deben mezclarse al amparo de la noche, abrazarse en silencio unas cuantas horas antes de desgustarlos.
Mientras tanto, Gorrión se abraza a su papá y toca su tambor de juguete. Está dejando de ser un bebé a pasos agigantados; enfundado en su pijama de búhos me sonríe y me deja ver sus dos dientes inferiores de ratón. Su pose y sus miradas se están haciendo picaronas, de nene mayor, pero cuando duerme a mi lado...... recupero a mi chiquitito, esa cabecita de cerilla que se me arrima buscando mi olor, esa boquita entreabierta que exhala suspiros de bienestar. Mi pequeñín crece, y a mi casi no me da tiempo a asimilarlo, duele un poco el corazón.
Noche de otoño, húmeda, desapacible. Apuro la copa de vino. Gorrión se pelea con uno de los cojines y luego me suelta un discurso en su lenguaje silábico. Nada me hace más feliz.